"La lechuza de Minerva levanta vuelo al atardecer" - Hegel. --FILOSOFÍA --- HUMANIDADES ----- MAXIMILIANO CLADAKIS --- EDGARDO BERGNA ---- ---- ----- ----------- Bs. As.-- invierno, 2010
   
  ATENEA BUENOS AIRES
  La puta respetuosa
 
 
 
 
 
 
 
LA P... RESPETUOSA
 
(LA P... RESPECTUEUSE)
 
 
 
 
 
OBRA EN UN ACTO (DOS CUADROS)
 
 
 
Traducción de
ALFONSO SASTRE

 
 
 
 
 
 
 
A MICHEL Y A ZETTE LEIRIS

 
PERSONAJES
 
LIZZIE
El NEGRO
FRED
JOHN
JAMES

El SENADOR
H
OMBRE 1.°

HOMBRE 2.°
HOMBRE 3.°
 
 
DECORADO: Una habitación amueblada en algún lugar del sur de los Estados Unidos
 

Esta obra fue estrenada en el Théâtre Antoine (dirección SIMONE BERRIAU), de Paris, el 8 de noviembre de 1946.

 
 

ACTO UNICO
 
CUADRO PRIMERO
 

Una habitaci6nen una ciudad americana del Sur. Paredes blancas. Un diván. A la derecha, una ventana; a la izquierda, una puerta que da al cuarto de baño. Al fondo, un pequeño recibidor que da a la puerta de entrada.

 
 

ESCENA PRIMERA

 

LIZZIE. En seguida, el NEGRO

 

Antes de levantarse el telón, se oye un ruido tremendo que procede del escenario. LIZZIE está sola, en camisa, manejando el aspirador, Llaman a la puerta. Ella duda un momento, mira hacia la puerta del cuarto de baño. Llaman otra vez. Para el aspirador y va hacia la puerta del cuarto de baño. La abre un poco

 

LIZZIE. — (En voz baja.) Están llamando. No salgas. (Va a abrir. El NEGRO aparece en el marco de la puerta. Es un negro alto y grueso, con los cabellos blancos. Está rígido.) ¿Qué quiere usted? Seguro que se ha equivocado de dirección. (Una pausa.) Pero ¿qué es lo que quiere? Vamos, hable de una vez.

NEGRO. — (Suplicante.) Por favor, señora, por favor.

LIZZIE. — Por favor, ¿qué? (Lo mira mejor.) Pero oye... ¿No eres tú el del tren? ¿Te pudiste escapar de esos? ¿Y cómo has sabido mi dirección?

NEGRO. — La he buscado, señora. La he buscado por todas partes. (Hace un gesto para entrar.) ¡Por favor!

LIZZIE. — No entres ahora. Tengo a uno dentro. Pero ¿qué es lo que quieres?

NEGRO. — Por favor.

LIZZIE. — Pero ¿qué? Por favor, ¿qué? ¿Necesitas dinero?

NEGRO. — No, señora. (Una pausa.) Por favor, dígales que yo no he hecho nada.

LIZZIE. — ¿Qué le diga a quién?

NEGRO. — Al juez. Dígaselo, señora. Por favor, dígaselo

LIZZIE. — ¿Yo decir? De eso, nada.

NEGRO. — Por favor.

LIZZIE. — De eso, nada. Bastantes líos tengo yo con mi propia vida para cargar ahora con los de los demás. Márchate.

NEGRO. — Usted sabe que yo no he hecho nada. ¿0 es qué he hecho algo?

LIZZIE. — No, nada. Pero ni hablar de que yo vaya a ver al juez. A mí los jueces y los policías no me van nada, ¿sabes? Me dan alergia.

NEGRO. — He abandonado a la mujer y a los chicos. Estoy dando vueltas toda la noche. Ya no puedo más.

LIZZIE. — Vete de la ciudad.

NEGRO. — Están vigilando las estaciones.

LIZZIE. — ¿Quién está vigilando?

NEGRO. — Los blancos.

LIZZIE. — ¿Qué blancos?

NEGRO. — Todos. ¿No ha salido esta mañana?

LIZZIE. — No.

NEGRO. — Hay muchísima gente por las calles. Jóvenes y viejos; y se hablan sin reconocerse.

LIZZIE. — ¿Y eso que quiere decir?

NEGRO. — Que..., que no me queda mas remedio que dar vueltas hasta que me cojan. Cuando hay blancos que sin conocerse se hablan entre ellos, es que hay algún negro que va a morir. (Una pausa.) Dígales que yo no he hecho nada, señora. Dígaselo al juez y a los del periódico. Puede que lo publiquen. ¡Dígaselo, señora, dígaselo!

LIZZIE. — Pero no grites. ¿No te digo que tengo a uno? (Una pausa.) Lo del periódico, ni hablar. No es momento de que se fijen en mí, ni mucho menos. (Una pausa.) Pero si me obligan a declarar, te prometo que diré la verdad. ¿Vale?

NEGRO. — ¿Les dirá que yo no he hecho nada?

LIZZIE. — Se lo diré.

NEGRO. — ¿Me lo jura, señora?

LIZZIE. — Sí, sí.

NEGRO. — Por Dios Nuestro Señor que nos está mirando.

LIZZIE. — ¡Vamos, anda! Vete a hacer puñetas. Te lo estoy prometiendo, ¿no? Pues eso tiene que bastarte. (Una pausa.) Y ahora márchate. Venga, márchate.

NEGRO. — (Bruscamente.) Por favor, escóndame.

LIZZIE. — ¿Esconderte?

NEGRO. — ¿No, señora? ¿No quiere esconderme?

LIZZIE. — ¿Yo? Mira lo que te digo. (Le da con la puerta en las narices.) Menos cuentos. (Se vuelve hacia el cuarto de baño.) Ya puedes salir. (FRED sale en mangas de camisa, sin corbata.)

 
 

ESCENA II

 

LIZZIE, FRED

 

FRED. — ¿Qué ha sido?

LIZZIE. — Nada.

FRED. — He creído que era la Policía.

LIZZIE. — ¿La Policía? ¿Es que tienes algo pendiente?

FRED. — Yo, no. Lo decía por ti.

LIZZIE. — (Ofendida.) ¡Oye, oye! Yo no le he quitado nunca ni una perra a nadie.

FRED. — Y que, ¿nunca has tenido nada que ver con la Policía?

LIZZIE. — Por lo menos, por robos no. (Vuelve al aspirador. Gran ruido.)

FRED. — (Molesto por el ruido.) ¡Ah!

LIZZIE. — (Gritando para hacerse oír.) ¿Qué te pasa, encanto?

FRED. — (Gritando.) Me vas a reventar los oídos.

LIZZIE. — (Gritando.) Acabo en seguida. (Una pausa.) Yo soy así.

FRED. — (Gritando.) ¿Cómo?

LIZZIE. — (Gritando.) Te digo que yo soy así.

FRED. — (Gritando.) ¿Así, cómo?

LIZZIE. — (Gritando.) ¡Pues así! Al día siguiente no puedo evitarlo: lo primero bañarme, y después pasar el aspirador. (Lo deja.)

FRED. — (Señalando la cama.) Ya que estás ahí, tapa eso.

LIZZIE. — ¿El qué?

FRED. — Eso, la cama. Te digo que la tapes. Huele a pecado.

LIZZIE. — ¿A pecado? ¿Dónde te enseñan esas cosas? ¿Eres pastor o qué?

FRED. — No. ¿A qué viene eso?

LIZZIE. — Hombre, a que hablas como la Biblia. (Lo mira.) No, que vas a ser pastor: te cuidas demasiado para eso. Déjame ver las sortijas. (Con admiración.) Oye, dime, dime, por favor... ¿Es que eres rico?

FRED. — Sí.

LIZZIE. — ¿Mucho?

FRED. — Mucho.

LIZZIE. — Mejor. (Le rodea el cuello con los brazos y le ofrece los labios.) Yo pienso que, en un hombre, a mejor ser rico. Da confianza.

FRED. — (No sabe si besarla; por fin se vuelve.) Tapa esa cama, anda.

LIZZIE. — ¡Está bien! ¡Está bien! Ahora la tapo. (La tapa y se ríe sola.) «!Huele a pecado!» Nunca se me hubiera ocurrido una cosa así. Claro que... ¿me oyes?.., será «tu» pecado, ¿no? (Gesto de FRED.) Sí, ya lo sé también el mío. Pero yo tengo tantos en la conciencia... (Se sienta en la cama y fuerza a FRED a sentarse junto a ella.) Ven, ven a sentarte aquí encima de nuestro pecado. Ha sido un pecado estupendo, ¿no? Un pecado muy bonito... (Ríe.) Pero no bajes los ojos, hombre. ¿Qué pasa? ¿Es que te doy miedo? (FRED la estrecha brutalmente.) ¡Déjame; me haces daño! ¡Me estás haciendo daño! (El la suelta.) ¡Vaya con el hombre! No me gusta esa cara. (Una pausa.) Ahora dime c6mo te llamas. Qué, ¿no quieres? Pues me fastidia, ¿sabes?, eso de no saber tu nombre. Será la primera vez que no me entero. El apellido, claro, raramente me lo dicen, y yo lo comprendo. Pero ¡el nombre! ¿Cómo quie­res que os distinga a los unos de los otros si no sé vuestros nombres? Anda, dímelo. Anda…

FRED. — No.

LIZZIE. — Entonces tú serás... el señor Sin Nombre. (Se levanta.) Espera. Voy a terminar de arreglar esto un poco. (Cambia algunos objetos.) Así. Muy bien. Aho­ra todo esta en orden. Las sillas, alrededor de la mesa. Resulta más distinguido. ¿No conoces a uno de esos que venden grabados? Me gustaría poner algunas estampillas en las paredes. En la maleta tengo una muy bonita. «E1 cántaro roto» se llama; se ve a una muchacha; se le ha roto el cántaro a la pobre. Es francesa; la estampa, digo.

FRED. — ¿Qué cántaro?

LIZZIE. — Yo qué sé; el suyo. Ahora quisiera una abuelita vieja para hacer juego. Que haga punto o que le esté contando un cuento a sus nietecitos. ¡Ah! Voy a descorrer las cortinas y a abrir la ventana. (Lo hace.) ¡Qué bueno hace! ¡Mira: otro día que empieza! (Se estira.) ¡Ay, qué bien me siento! Hace bueno, me he bañado, hemos..., bueno, lo hemos pasado bien... ¡Qué bien me siento! ¡No te puedes imaginar lo bien que me siento! Mira la vista que tengo. Ven. Tengo una vista muy bonita. Solo se ven árboles; da la impresión de que uno es rico. Dime si no he tenido suerte; a la pri­mera he encontrado casa en un barrio elegante. Qué, ¿no vienes? ¿Es que no te gusta tu ciudad?

FRED. — Me gusta desde mi ventana.

LIZZIE. — (Bruscamente.) No dará mala suerte al despertarse y ver a un negro..., ¿eh?

FRED. — ¿Por qué lo dices?

LIZZIE. — Es..., bueno, es que está pasando uno por la acera de enfrente.

FRED. — Ver negros siempre trae mala suerte. Los negros son el demonio. (Una pausa.) Cierra la ventana.

LIZZIE. — ¿No quieres que ventile un poco?

FRED. — Te digo que cierres. Venga. Y echa las cortinas. Vuelve a encender la luz.

LIZZIE. — ¿Por qué? ¿Es por los negros?

FRED. — Idiota.

LIZZIE. — Hace un sol tan bonito...

FRED. — Aquí no hace falta sol. Prefiero que se quede todo como estaba por la noche. Cierra la ventana, te digo. Ya veré el sol cuando saiga a la calle. (Se levanta, va hacia ella y la mira.)

LIZZIE. — (Vagamente inquieta.) ¿Qué pasa?

FRED. — Nada. Dame la corbata.

LIZZIE. — Está en el cuarto de baño. (Sale. FREDabre rápidamente los cajones de la mesa y registra, LIZZIE vuelve con la corbata.) Aquí la tienes. Espera... (Le hace el nudo.) ¿Sabes? A mí no me gusta trabajar el cliente de paso porque, en fin, hay que ver demasiada caras nuevas, y no... Mi ideal seria convertirme en un costumbre agradable para tres, lo más para cuatro personas de cierta edad: el martes, uno; el jueves, otro y otro para el fin de semana. Ya te digo; tú..., tú eres un poco joven..., pero eres del tipo serio; así que cuando sientas la tentación, ya sabes. ¡Está bien, está bien! No te digo nada. Ya lo pensarás tú. ¡Ay hijo mío! Eres muy guapo, ¿sabes? Bésame, anda... Bésame... en recompensa... ¿No quieres? ¿No? (El la besa brusca y brutalmente; después la rechaza.) |Uf!

FRED. — Eres el Demonio.

LIZZIE. — ¿Qué?

FRED. — Que eres el Demonio.

LIZZIE. — ¡Otra vez con la Biblia! Pero ¿qué te pasa?

FRED. — Nada. Era una broma.

LIZZIE. — Pues vaya forma de gastar bromas que tienes tú... (Una pausa.) ¿Estás contento?

FRED. — ¿Contento de qué?

LIZZIE. — (Lo imita sonriendo.) «¿Contento de qué? Qué tonta eres, hijita mía!»

FRED. — ¡Ah! ¡Ah!, sí... Muy contento. Sí, muy contento. ¿Cuánto quieres?

LIZZIE. — Pero ¿quién habla de eso ahora? Te estoy preguntando si estás contento. Lo menos que podrías hacer es contestarme de buenas formas. Qué pasa, ¿eh? ¿Es que no estás contento verdaderamente? Mucho me extrañaría, ¿sabes? Mucho me extrañaría.

FRED. — Cállate la boca.

LIZZIE. — Me estrechabas con tanta fuerza, con tanta fuerza... ¡Ah!, y me has dicho muy bajito que me querías.

FRED. — Estabas bebida.

LIZZIE. — No, no es cierto.

FRED. — Sí que lo estabas.

LIZZIE. —Te digo que no.

FRED. — Por lo menos, yo sí lo estaba. No me acuerdo de nada.

LIZZIE. — Es una pena. Me he desnudado en el cuarto de baño, y cuando he vuelto contigo te has puesto colorado, ¿no te acuerdas? Que yo te he dicho: «Mira, mira que cangrejito.» ¿Y tampoco te acuerdas de que has querido apagar la luz y de que me has querido en la oscuridad? Me ha parecido un detalle muy amable y respetuoso. ¿No te acuerdas?

FRED. — No.

LIZZIE. — ¿Y cuando jugamos a que éramos dos recién nacidos en la misma cunita? ¿Te acuerdas de eso? ¿Eh?

FRED. — Te digo que te calles la boca. Lo que se hace por la noche pertenece a la noche. Por el día no se habla de ello.

LIZZIE. — (Desafiante.) ¿Y si a mi me da la gana de hablar? Lo he pasado muy bien, ¿sabes?

FRED. — Ya... Así que lo has pasado bien... (Va hacia ella. Le acaricia suavemente los hombros y cierra las manos.) Siempre lo pasáis bien cuando os creéis que habéis enredado a un hombre. (Una pausa.) Yo he olvidado esa noche que tú dices..., esa noche tuya. La he olvidado, pero completamente... Me acuerdo sólo de la sala de fiestas... De lo demás te acuerdas tú, tú sola. (Le aprieta el cuello.)

LIZZIE. —Pero ¿qué haces?

FRED. — Te aprieto el cuello

LIZZIE. — Me estás haciendo daño.

FRED. — Tu sola, digo... Y si ahora apretara un poquito más, ya ni siquiera estarías tú: ya no habría nadie, en el mundo que se acordara de esta noche. (La suelta.) ¿Así que cuánto?

LIZZIE. — Si lo has olvidado, es que he trabajado mal. Así que nada. No quiero que pagues un trabajo mal hecho.

FRED. — Bueno, déjate de tonterías... ¿Cuánto?

LIZZIE. — Escucha: he llegado aquí hace dos días, y tú eres mi primera visita; al primero no le cobro nada. Es una cosa que trae suerte.

FRED. — No necesito tus regalos. (Deja un billete de diez dólares en la mesa.)

LIZZIE. — Espera; no te voy a aceptar pasta ninguna, pero vamos a ver en cuanto me estimas. Un momento que lo adivine... (Coge el billete y cierra los ojos.). ¿Cuarenta dólares? No. Es demasiado, y además habría dos billetes. ¿Veinte? ¿Tampoco? Entonces seguro que, es más de cuarenta. Cincuenta. ¿Cien? (Durante todo esto, FRED la mira riendo silenciosamente.) ¿Qué se le va a hacer? Abro los ojos. (Mira el billete.) ¿No te habrás equivocado?

FRED. — No creo.

LIZZIE. — ¿Tú sabes lo que me has dado?

FRED. — Sí.

LIZZIE. — Guárdatelo. Guárdatelo en seguida. (Lo rechaza con un gesto.) ¡Diez dólares! ¡Hábrase visto! ¡Diez dólares! Pero ¿tú has visto mis piernas? (Se las enseña.) Y mis pechos, ¿tú los has visto? Qué ¿te parecen pechos de diez dólares? Guárdate tu billete y lárgate antes que acabe cabreándome. ¡Diez dólares! Aquí el señor me besaba por todas partes y venga: que otra vez, que otra vez; y venga, a ver, que le contara mi infancia; y luego, por la mañana, aquí el señor hasta se ha permitido sus malos humores y ponerme mala cara, como si me pagara por meses. ¿Y todo eso por cuánto? No por cuarenta, señores; tampoco por treinta ni por veinte: ¡por diez d61ares!

FRED. — Para una porquería, ya es demasiado.

LIZZIE. — El puerco lo serás tú. ¿De dónde te has escapado, di, paleto? Tu madre debió ser una furcia de miedo para no enseñarte a respetar a las mujeres.

FRED. — ¿Te vas a callar?

LIZZIE. — ¡Una furcia de miedo, te lo digo yo! ¡Una furcia de miedo!

FRED. — (Con una voz neutra.) Un consejo, nena: no hables demasiado de sus madres a los chicos de por aquí si no quieres que uno te retuerza el cuello.

LIZZIE. — (Yendo hacia él.) ¡Tú, por ejemplo! ¡Anda, retuércemelo tú, a ver!

FRED. — (Retrocediendo.) Estate quieta. (LIZZIEcoge un jarrón de la mesa con evidente intención de rompérselo en la cabeza.) Toma otros diez dólares y estate quieta. Estate quieta o hago que te pongan a la sombra.

LIZZIE. — ¿Tú? ¿A la sombra yo?

FRED. — Sí, yo.

LIZZIE. — ¿Tú?

FRED. — Yo.

LIZZIE. — Pues no me extrañaría poco.

FRED. — Soy el hijo de Clarke.

LIZZIE. — ¿De qué Clarke?

FRED. — El senador.

LIZZIE. — ¡Ah!, ¿sí? Y yo la hija de Roosevelt.

FRED. — ¿Tú no has visto la fotografía de Clarke en los periódicos?

LIZZIE. — Sí. ¿Y qué?

FRED. — Míralo. (Le enseña una fotografía.) Estoy aquí, a su lado. Me tiene por los hombros.

LIZZIE. — (Súbitamente alarmada.) Pero ¡oye! ¡Qué bien esta tu padre! Déjame ver. (FREDle arranca la fo­tografía de las manos.)

FRED. — Bueno, ya basta.

LIZZIE. — ¡Qué bien está! ¡Con ese aspecto tan justo, tan severo! ¿Es verdad eso que dicen de que su palabra es de miel? (El no responde.) ¿El jardín es vuestro?

FRED. — Sí.

LIZZIE. — Debe de ser muy grande. Y las niñas en los sillones, ¿qué son? ¿Tus hermanas? (El no contesta.) ¿La casa dónde esta? ¿En una colina?

FRED. — Sí.

LIZZIE. — Entonces por la mañana, cuando tomas el desayuno, seguro que ves toda la ciudad desde la ventana.

FRED. — Sí.

LIZZIE. — ¿Y cómo hacen para llamaros a comer? ¿Tocan una campana? Anda, dímelo.

FRED. — No; con un «gong».

LIZZIE. — (Extasiada.) ¡Con un «gong»! Mira, chico, no te comprendo. A mí, con una familia como esa y en una casa así, tendrían que darme dinero para levantarme. (Una pausa.) De lo que he dicho de tu mamá, perdóname; es que estaba furiosa. ¿Está también ahí, en la fotografía?

FRED. — Te he prohibido que me hables de ella.

LIZZIE. — Esta bien, hombre. (Una pausa.) ¿Puedo hacerte una pregunta? (El no contesta.) Si el amor te molesta tanto, ¿qué has venido a hacer conmigo, a ver? (El no contesta. Ella suspira.) ¡En fin! Mientras viva aquí haré lo posible por adaptarme a vuestras cosas. (Una pausa. FRED se pasa el peine ante el espejo.)

FRED. — ¿Tú de dónde vienes? ¿Del Norte?

LIZZIE. — Sí.

FRED. — ¿De Nueva York?

LIZZIE. — ¿A qué viene eso?

FRED. — ¿Cómo has hablado de Nueva York...

LIZZIE. — Todo el mundo puede hablar de Nueva York; eso no quiere decir nada.

FRED. — ¿Por qué no te quedaste allí, donde estuvieras?

LIZZIE. — Estaba hasta la coronilla.

FRED. — ¿Tenías algún lío?

LIZZIE. — Hombre, claro; no se que me pasa que los atraigo como un imán. Hay naturalezas así. ¿Ves esta serpiente? (Por una pulsera.) Trae mala pata

FRED. — ¿Y por qué te la pones?

LIZZIE. — Ya que la tengo, es peor quitármela. Por lo visto, las venganzas de las serpientes son terribles.

FRED. — ¿Fue a ti a la que el negro ese quiso violar?

LIZZIE. — ¿El qué?

FRED. — ¿No llegaste anteayer en el rápido de las seis?

LIZZIE. — Sí.

FRED. — Entonces eres tú.

LIZZIE. — A mí nadie me ha querido violar. (Ríe con un poco de amargura.) ¿Violarme a mí? ¿Tú te imaginas?

FRED. — Eres tú. Webster me lo dijo anoche en la sala de fiestas.

LIZZIE. — ¿Webster? (Una pausa.) ¡Ah!, entonces era por eso.

FRED. — ¿Por eso el qué?

LIZZIE. — Por eso te brillaban así los ojos. Qué, ¿te excitaba? ¡Cochino! ¡Con un padre tan bueno!

FRED. — ¡Imbécil! (Una pausa.) Sólo de pensar que te hubieras acostado con un negro...

LIZZIE. — ¿Qué?

FRED. — Yo tengo cinco criados de color, ¿sabes? Bue­no, pues cuando suena, el teléfono y lo coge uno de ellos, lo limpia con la bayeta antes de dármelo.

LIZZIE. — (Silbido admirativo.) ¡Que bueno!

FRED. — (Despacio.) Aquí no nos gustan mucho los negros. Ni las blancas que se divierten con ellos.

LIZZIE. — Comprendido. Yo no tengo nada contra ellos, pero de eso a que me toquen, ¡en fin!

FRED. — ¡Cualquiera sabe! Tú eres el Demonio. El ne­gro también es el Demonio... (Bruscamente.) ¿Así que intento violarte?

LIZZIE. — ¿Qué puede importarte a ti lo que pasara?

FRED. — Entraron dos en tu compartimiento, y al poco se echaron encima de ti. Tú pediste socorro y unos blancos vinieron en tu ayuda. Uno de los negros tiró de navaja y un blanco lo tumbó de un tiro. ¡El otro negro se escapó!

LIZZIE. — ¿Eso es lo que te ha contado ese Webster?

FRED. — Sí.

LIZZIE. — ¿Y el de qué lo sabe?

FRED. — Todo el mundo habla de ello.

LIZZIE. — ¿Todo e1 mundo? La suerte mía de siempre. ¿Es que no tenéis otra cosa que hacer?

FRED. — ¿Ha pasado como te he dicho?

LIZZIE. — Ni mucho menos. Los dos negros estaban tan tranquilos hablando entre ellos; ni siquiera me miraron. Después subieron cuatro blancos; que por cierto dos de ellos se me empezaron a echar encima. Por lo visto, acababan de ganar un partido de «rugby» o no sé que; el caso es que estaban borrachos. Luego dijeron que olía a negro y entonces los quisieron echar al pasillo. Los otros se defendieron como Dios les dio a entender; y es cuando a uno de los blancos le dieron un puñetazo en un ojo y el tío sacó un revólver y disparó. Ni más ni menos. El otro negro se escapó saltando al andén cuando el tren entraba en la estación; ni más ni menos.

FRED. — A ese negro lo conocemos de sobra. Lo único que puede ganar ya es un poco de tiempo. (Una pausa.) Oye, y cuando el juez te llame a declarar, ¿le vas a contar toda esa historia?

LIZZIE. — Pero ¿qué puede importarte a ti?

FRED. — Tú contesta.

LIZZIE. — No pienso ni ver al juez; así que mira. Ya te digo que me horrorizan las complicaciones.

FRED. — Claro que tendrás que ir a verlo.

LIZZIE. — De eso, nada. No quiero tener ningún asunto con la Policía.

FRED. — Vendrán a por ti.

LIZZIE. — ¡Ah! Entonces les diré lo que he visto. (Una pausa.)

FRED. — ¿Te das bien cuenta de lo que vas a hacer?

LIZZIE. — ¿De lo que voy a hacer yo? Tú me dirás.

FRED. — Vas a declarar contra un blanco, a favor de un negro.

LIZZIE. — ¡Hombre! Si el blanco es culpable...

FRED. — Es que no es culpable.

LIZZIE. — Si es él el que ha matado, a ver si no.

FRED. — A ver. Culpable, ¿de qué?

LIZZIE. — De haber matado.

FRED. — Pero ha matado a un negro.

LIZZIE. — ¿Y qué?

FRED. — Si se fuera culpable cada vez que se mata a un negro...

LIZZIE. — No tenía derecho.

FRED. — ¿Qué derecho?

LIZZIE. — ¡No tenía derecho!

FRED. —Ese derecho tuyo viene del Norte, nena. (Una pausa.) Culpable o no, tú no puedes hacer que castiguen a uno de tu raza.

LIZZIE. —Yo no quiero hacer que castiguen a nadie. Me preguntarán lo que he visto y yo lo diré. (Una pau­sa. FRED va hacia ella.)

FRED. — Oye, ¿qué es lo que hay entre tú y ese negro? ¿Por que lo proteges?

LIZZIE. — Ni siquiera lo conozco.

FRED. — ¡Entonces!

LIZZIE. — ¡Entonces quiero decir la verdad! ¿Qué pasa?

FRED. — ¡La verdad! ¡Una putita de diez dólares que quiere decir la verdad! ¡Que verdad ni que ocho cuartos! ¡Lo que hay es blancos y negros, a ver si te enteras! Diecisiete mil blancos y veinte mil negros. Esto no es Nueva York; hache no nos podemos andar con eses bromas. (Una pausa.) Thomas es primo mío.

LIZZIE. ¿Quién?

FRED. — Thomas, el que ha matado al negro; es primo mío.

LIZZIE. — (Impresionada.) ¿Sí?

FRED. — Y es un hombre de bien; eso a ti puede que no te diga mucho; pero es un hombre de bien.

LIZZIE. — ¡Un hombre de bien que se apretujaba todo el rato contra mí y que me levantaba las faldas! ¡Fíjate tú de los hombres de bien! No me extraña nada que seáis de la misma familia.

FRED. — ¡No te fastidia la asquerosa! (Se contiene.) Tú eres el Demonio, claro, y con el Demonio no se puede hacer más que el mal. Te levantó las faldas y disparó contra un mierda de negro, vaya cosa; son gestos que uno hace sin pensar, cosas que no cuentan. Thomas es un jefe; eso es lo único que cuenta.

LIZZIE. — Puede que sí. Pero es que el negro no hizo nada.

FRED. — Un negro siempre ha hecho alguna cosa.

LIZZIE. — Yo nunca entregaré a nadie a la bofia, nunca.

FRED. — Pero si no es é1, será Thomas, ¿no comprendes? De todos modos, vas a entregar a uno. Y eres tú la que tienes que elegir.

LIZZIE. — Bueno, ya estoy otra vez de porquería hasta los ojos; eso para cambiar. (A la pulsera.) ¿No sabes hacer otra cosa, pedazo de animal? (La tira al suelo.)

FRED. — ¿Cuánto quieres?

LIZZIE. — No quiero ni una perra.

FRED. — Quinientos dólares.

LIZZIE. — Ni una perra.

FRED. — Tú necesitas bastante más que una noche para ganar quinientos dólares.

LIZZIE. — Sobre todo si me caen en suerte tacaños como tú. (Una pausa.) ¿Por eso empezaste a timarte conmigo anoche?

FRED. — ¡Bueno!

LIZZIE. — Así que fue por eso. Te dijiste: «Ahí esta la chica; ahora la acompaño a casa y se arregla el asunto.» ¡Era por eso! Me sobabas las manos, pero estabas frío como el hielo, pensando: «A ver cómo le planteo la cosa a esta...» (Una pausa.) Pero ¡ahora dime! Anda, dime, hijo mío... Si has subido a mi cuarto para proponerme ese negocio, no tenías necesidad de acostarte conmigo. ¿Eh? ¿Por que te has acostado conmigo, asqueroso? Di, ¿por que?

FRED. — Que me maten si lo sé.

LIZZIE. — (Se desploma en una silla llorando.) ¡Asqueroso! ¡Asqueroso! ¡Asqueroso!

FRED. — ¡Bueno, basta ya! ¡Quinientos dólares! ¡No chilles más, maldita sea! ¡Quinientos dólares! ¡No chilles más! ¡Vamos, Lizzie! ¡Lizzie! ¡Se razonable! ¡Quinientos dólares!

LIZZIE. — (Sollozando.) Yo no soy razonable. Y no quiero los quinientos dólares. Y no quiero levantar falso testimonio. ¡Quiero volverme a Nueva York, quiero marcharme! (Llaman al timbre. Para en seco. Llaman otra vez. En voz baja.) ¿Quién será? Cállate. (Un timbrazo largo.) No voy a abrir. Tú estate quieto. (Golpes en la puerta.)

UNA VOZ. — Abran. Policía.

LIZZIE. — (En voz baja.) La «poli». Tenía que ocurrir. (Señala la pulsera.) Esta tiene la culpa. (La recoge y vuelve a ponérsela.) Es peor si no me la pongo. Escóndete. (Golpes en la puerta)

LA VOZ. — ¡Policía!

LIZZIE. — Escóndete, te digo. Vete al cuarto de baño. (El no se mueve. Ella lo empuja con todas sus fuerzas.) Pero ¡venga! ¡Escóndete!

LA VOZ. — Fred, ¿estás ahí? ¿Estás ahí, Fred?

FRED. —Sí, aquí estoy. (Rechaza a LIZZIE. Ella lo mira con estupor.)

LIZZIE. — ¡Era para esto! (FREDva a abrir. Entran JOHN y JAMES.)

 
 

ESCENA III

 

Los mismos, JOHN, JAMES

 
 

JOHN. — Policía. ¿Tú eres Lizzie MacKay?

LIZZIE. — (Sin oírlo, sigue mirando a FRED.) ¡Era para esto!

JOHN. — (Sacudiéndola por los hombros.)   Contesta cuando se te habla.

LIZZIE, — ¿Eh? Sí, soy yo.

JOHN. — Documentación.

LIZZIE. — (Se domina. Dice con dureza.) ¿Con qué derecho? ¿Que viene a hacer a mi casa? (JOHNle enseña la estrella.) Eso se lo puede poner cualquiera. Ustedes son compinches de aquí, del señor, y se han conchabado para hacerse conmigo; pero no. (JOHNle pone un «carnet» en las narices.)

JOHN. — ¿Conoces esto?

LIZZIE. — (Señalando a JAMES.) ¿Y este?

JOHN. — (A JAMES.) Enséñale el «carnet» tú. (JAMES se lo enseña. LIZZIE lo mira, va a la mesa sin decir nada, saca su documentación y se la da a ellos. Mirando a FRED.) ¿Te lo has traído a casa esta noche? ¿No sabes que la prostitución es un delito?

LIZZIE. — Oiga, ¿ustedes están seguros de que tienen derecho a entrar en casa de la gente sin un mandamiento? ¿No tienen miedo de que yo pueda darles un disgusto?

JOHN. — No te preocupes por nosotros. Tú, tranquila. (Una pausa.) Te preguntamos si te has traído a este muchacho a tu casa. (Ella ha cambiado desde que entraron los policías. Se ha hecho más dura y más vulgar.)

LIZZIE. — No hay que darle mas vueltas. Claro que sí, que me lo he traído a mi casa. Solamente que lo he hecho de gratis. ¿Lo dicho os la corta..., la lengua, digo?

FRED. — Verán que hay dos billetes de diez dólares en la mesa. Son míos.

LIZZIE. — Demuéstralo.

FRED. — (Sin mirarla, a los otros.) Los saqué del Ban­co ayer por la mañana, con otros veintiocho de la misma serie. Si quieren, pueden comprobar los números.

LIZZIE. — (Violentamente.) ¡Los he rechazado! ¡Yo he rechazado su porquería de dinerito! Se lo he tirado a la cara.

JOHN. — Si los has rechazado, ¿cómo es que están ahí en la mesa?

LIZZIE. — (Después de un silencio.) Estoy aviada. (Mira a FREDcon una especie de estupor y ahora dice con una voz casi dulce.) ¿Así que era para esto? (A los otros.) ¿Y qué? ¿Qué quieren de mí?

JOHN. — Siéntate. (A FRED.) ¿Tú la has puesto al corriente? (FREDdice que sí con la cabeza.) ¿No oyes que puedes sentarte? (La empuja en un sillón.) El juez está de acuerdo en soltar a Thomas si le firmas una declaración. Está ya redactada; así que no tienes más que firmar. Mañana te interrogarán rutinariamente y fuera. ¿Sabes leer? (LIZZIEse encoge de hombros; el le alarga el papel.) Lo lees y firmas.

LIZZIE. — Es todo falso de cabo a rabo.

JOHN. — Puede que sí. ¿Y qué?

LIZZIE. — Que yo no lo firmo.

FRED. — Metedla a la sombra. (A LIZZIE.) Son dieciocho meses.

LIZZIE. — Dieciocho meses, sí. Y cuando salga te arranco el pellejo.

FRED. — Pues no es difícil... (Se miran.) Deberías telegrafiar a Nueva York; ha debido de tener algún jaleo allí.

LIZZIE. — (Con admiración.) Eres tan asqueroso como una mujer. Nunca hubiera creído que un tipo pudiera ser tan asqueroso como tú.

JOHN. — Bueno, decídete. O lo firmas o te meto en la cárcel.

LIZZIE. — Prefiero la cárcel antes que mentir.

FRED. — ¡Conque antes que mentir, que tía! ¿Qué es lo que has hecho toda la noche? Cuando me llamabas cariño y todo eso, ¿no mentías? Y cuando suspirabas para hacerme creer que sentías placer, ¿qué? Tampoco mentías, ¿verdad?

LIZZIE. — (Desafiante.) ¿Qué quieres? ¿Tranquilizarte? Pues no, no mentía. (Se miran. FRED vuelve los ojos.)

FRED. — Bueno, acabemos ya. Toma mi pluma. Firma.

LIZZIE. — Puedes metértela donde te quepa. No. (Un silencio. Los tres hombres no saben que hacer.)

FRED. — ¡En fin! ¡Adónde hemos llegado! Es el mejor hombre de la ciudad y su suerte depende de los caprichos de una chica... (Da unos paseos y, de pronto, se vuelve bruscamente a LIZZIE.) Míralo. (Le enseña una fotografía.) Habrás visto muchos hombres en tu perra vida, pero como este, ¿qué? ¿Muchos? Esa cara despejada..., enérgica..., esas medallas en el uniforme. No, no vuelvas los ojos. Llega hasta el final: es tu víctima y tienes que mirarla cara a cara. Ya ves tú lo joven que es ahora..., lleno de vida..., esbelto... No te preocupes; cuando salga de la cárcel dentro de diez anos estará más cascado que un viejo, medio calvo, sin dientes... Puedes estar contenta: un buen trabajo. Hasta ahora lo que has hecho ha sido rebañar un poco los bolsillos de tus clientes; pero esta vez no; esta vez escoges al me­jor y le quitas la vida, nada menos. Qué, ¿no dices nada? ¿Tan podrida estás ya? ¡Si tenías que arrodillarte, puta del demonio! ¡Arrodillarte ante ese hombre al que vas a deshonrar! (La ha tirado al suelo en el momento en que, por la puerta que han dejado entreabierta, entra CLARKE.)

 
 

ESCENA IV

 

Los mismos; en seguida, el SENADOR

 

SENADOR. — Déjala. (A LIZZIE.) Usted, levántese.

FRED. — ¡Hola!

JOHN. — ¡Hola!

SENADOR. — ¡Hola! ¡Hola!

JOHN. — (A LIZZIE.) Es el senador Clarke.

SENADOR. — (A LIZZIE.) ¡Hola!

LIZZIE — ¡Hola!

SENADOR. — Bueno, ya nos hemos presentado. (Mira a LIZZIE.) Así que esta es la joven... Tiene un aspecto muy simpático.

FRED. — No quiere firmar.

SENADOR. —Y tiene toda la razón del mundo. Habéis entrado en su casa sin ningún derecho. (A un gesto de JOHN, con fuerza.) Absolutamente sin ningún derecho; y además, la tratáis brutalmente y queréis que hable en contra de su conciencia. Esos no son procedimientos americanos. ¿Es cierto que el negro intentó violentarte, hija mía?

LIZZIE. — No.

SENADOR. — Perfectamente. Entonces hay una cosa que esta clara. Mírame a los ojos. (El la mira.) Estoy seguro de que no miente. (Una pausa.) ¡Pobre Mary! (A los demás.) Está bien, muchachos; vámonos. No tenemos nada que hacer aquí. Sólo nos queda pedir excusas a la señorita.

LIZZIE. — ¿Quién es Mary?

SENADOR. — ¿Mary? Mi hermana; la madre de ese desgraciado Thomas. Una pobre vieja que de esta se va a morir. Adiós, hija mía.

LIZZIE. — ¡Senador!

SENADOR. — ¿Hijita?

LIZZIE. — Lo siento mucho.

SENADOR. — ¿Qué vas a sentir, puesto que dices la verdad?

LIZZIE. — Siento que sea... precisamente esa verdad.

SENADOR. — ¿Qué le vamos a hacer ni tú ni yo? Nadie tiene derecho a pedirte un falso testimonio. (Una pausa.) No, no pienses más en ella.

LIZZIE. — ¿En quién?

SENADOR. — En mi hermana. ¿No pensabas en ella?

LIZZIE. — Sí.

SENADOR. — Veo claramente lo que te pasa, hija mía. ¿Quieres que yo le diga lo que ahora tienes en la cabeza? (Imitando a LIZZIE.) «Si yo firmara esto, el senador se iría en seguida a su casa a verla, y le diría: "Lizzie MacKay es una buena chica; ella es la que hoy te de-vuelve a tu hijo." Y ella sonreiría entre las lágrimas, diciendo: ¿Lizzie MacKay? Nunca olvidaré ese nombre." Y entonces yo, sin familia como estoy, relegada por el Destino a ser el desecho de la sociedad…, no sé..., desde ahora habría una viejecita sencilla que pensaría en mí allí en su casa grande…; habría una madre americana que me adoptaría en su corazón.» Pobre Lizzie, no pienses más en ello.

LIZZIE. — ¿E1 pelo como lo tiene? ¿Blanco?

SENADOR. — Sí, completamente blanco; pero, no creas, se conserva muy joven de cara... Y tenía una sonrisa de bondad que conmovía a todos. Ya no volverá a sonreír nunca; figúrate. Adiós. Mañana le dirás la verdad al juez.

LIZZIE. — ¿Ya se marcha?

SENADOR. — Pues sí; voy a su casa. Tengo que decirle el resultado de nuestra conversación.

LIZZIE. — ¡Ah! ¿Sabe que ha venido usted aquí?

SENADOR. — He venido precisamente porque ella me lo ha pedido.

LIZZIE. — ¡Dios mío! ¿Y estará esperándole? Y usted tendrá que decirle que yo me he negado a firmar. ¡Cómo me va a odiar la pobre!

SENADOR. — (Poniéndole las manos en los hombros.) Pobre hijita, créeme que no quisiera encontrarme en tu lugar.

LIZZIE. — ¡Que problema! (A su pulsera.) Y todo por tu culpa, porquería, que eres una porquería.

SENADOR. — ¿Cómo dices?

LIZZIE. — Nada. (Una pausa.) Tal como están las cosas, es una pena que el negro no me haya violado de verdad.

SENADOR. — (Conmovido.) ¡Hija mía!

LIZZIE. — (Tristemente.) Para ustedes hubiera sido una alegría tan grande, y para mí un disgusto tan pequeño...

SENADOR. — ¡Gracias! (Una pausa.) Yo quisiera ayudarte. (Una pausa.) Pero la verdad es la verdad.

LIZZIE  — (Tristemente.) Claro.

SENADOR. — Y la verdad es que el negro no te ha violado.

LIZZIE. — (Igual.) Eso es.

SENADOR. — Eso es. (Una pausa.) Aunque, bien entendido, es una verdad que podríamos llamar de primer grado.

LIZZIE. — (Sin comprender.) ¿Cómo de primer grado?

SENADOR. — En fin, sí; quiero decir una verdad... po­pular.

LIZZIE. — ¿Popular? ¿Y eso qué? ¿Qué no es la verdad?

SENADOR. — Sí, sí; claro que es la verdad. Sólo que... hay distintas clases de verdades.

LIZZIE. — ¿Piensa usted que el negro me ha violado?

SENADOR. — No, eso no. Desde cierto punto de vista, es cierto que no te ha violado de ningún modo. Pero, ya ves, yo soy un viejo que ha vivido mucho, que se ha equivocado muchas veces y que, desde hace algunos anos, cada vez se equivoca un poco menos. Y tengo sobre estas cosas una opinión distinta de la tuya.

LIZZIE. — ¿Qué opinión, a ver?

SENADOR. — ¿Cómo explicártelo? Mira: imaginemos por un momento que la nación americana se te aparece de pronto. ¿Qué crees que te diría?

LIZZIE. — (Espantada.) Me figuro que no tendría mucho que decirme.

SENADOR. — ¿Tú eres comunista?

LIZZIE. — ¡Qué horror! ¡No!

SENADOR. — Entonces tiene muchas cosas que decirte. Por ejemplo: «Lizzie, has llegado a una situación tal que tienes que elegir hoy entre dos de mis hijos. Uno de los dos tiene que desaparecer. ¿Qué hay que hacer en un caso semejante? Quedarse con el mejor. Pues bien: vamos a ver cuál de los dos es el mejor. ¿Quieres?»

LIZZIE. — Sí. ¡Ay, perdón! Creí que era usted el que estaba hablando.

SENADOR. — Estoy hablando en su nombre. (Coge el hilo.) «Lizzie, ese negro al que tú proteges, ¿para qué sirve? Ha nacido por azar, Dios sabe dónde. Yo le he dado de comer y é1, en cambio, ¿qué ha hecho por mí? Nada: vagabundear, golfear, cantar, comprarse trajes de color rosa y verde. Es también mi hijo y yo lo quie­ro como a los demás. Pero yo te pregunto: ¿Puede decirse de él que lleva una vida de hombre? ¡Ya ves! Ni siquiera me daría cuenta de su muerte.»

LIZZIE. — ¡Qué bien habla usted!

SENADOR. — (Siguiendo.) «E1 otro, por el contrario, ese Thomas, es verdad que ha matado a un negro y eso está muy mal. Pero lo necesito. Es un americano cien por cien, descendiente de una de nuestras más antiguas familias; ha estudiado en Harvard; es oficial…, necesito oficiales...; da trabajo a dos mil obreros en su fábrica…, dos mil parados si llegara a morir...; es un jefe; una sólida barrera contra el comunismo, el sindicalismo y los judíos. Tiene el deber de vivir, y tú, tú tienes el deber de conservarle la vida. Así es la cosa. Elige. »

LIZZIE. — Pero ¡qué bien habla usted!

SENADOR. — ¡Elige!

LIZZIE. — (Se sobresalta.) ¿Eh? ¡Ah, sí!... (Una pausa.) Me ha liado usted. Ya no sé donde estoy.

SENADOR. — Mírame, Lizzie ¿Tienes confianza en mí?

LIZZIE — Sí, senador.

SENADOR. — ¿Crees que yo puedo aconsejarte una mala acción?

LIZZIE. — No, senador.

SENADOR. — Entonces firma. Aquí tienes mi pluma.

LIZZIE. — ¿Cree usted que ella quedara contenta conmigo?

SENADOR. — ¿Quién?

LIZZIE. — Su hermana.

SENADOR. — Te querrá, de lejos, como a una hija.

LIZZIE. — ¿A lo mejor me envía flores?

SENADOR. — A lo mejor. Seguramente.

LIZZIE. — O su fotografía con un autógrafo.

SENADOR. — Es muy posible.

LIZZIE. — La pondré en la pared. (Una pausa. Se mueve con agitación.) ¡Qué cosas, madre mía! (Volviendo con el SENADOR.) ¿Y qué le harán al negro si yo firmo?

SENADOR. — ¿Al negro? Bueno... (La coge par los hombros.) Si tú firmas, toda la ciudad te adopta. Toda la ciudad. Todas las madres de la ciudad.

LIZZIE. — Pero...

SENADOR. — ¿Y tú crees que una ciudad entera puede equivocarse? Una ciudad entera, con sus pastores y sus curas, sus médicos, sus abogados, sus artistas, su alcal­de, sus concejales y sus asociaciones de beneficencia... ¿Tú crees que puede equivocarse?

LIZZIE. — No. No. No.

SENADOR. — Dame la mano. (La fuerza a firmar.) Ya está. Te doy las gracias en nombre de mi hermana y de mi sobrino, en nombre de los diecisiete mil blancos de la ciudad, en nombre de la nación americana a la que represento en este lugar. Déjame tu frente. (La besa en la frente.) Vosotros, vámonos. (A LIZZIE.) Volveré a verte luego. (Sale.)

FRED. — (Saliendo.) Adiós, Lizzie.

LIZZIE. — Adiós. (Ellos salen. Ella se queda como aplastada y de pronto se precipita hacia la puerta.) ¡Senador! ¡Senador! ¡No quiero! ¡No, no quiero! ¡Rompa ese papel!  ¡Senador! (Vuelve a escena. Coge maquinalmente el aspirador.) ¡La nación americana! (Pone el contacto.) Tengo la impresión de que me han liado. (Ma­neja con rabia el aspirador.)

 
TELON
 
CUADRO SEGUNDO
 

El mismo decorado, doce horas después. Las lámparas están encendidas, las ventanas abiertas a la noche. Rumores que van en aumento. El NEGRO aparece en la ventana, se monta en el alféizar y salta a la habitación desierta. Va al medio de la escena. Llaman al timbre. Se esconde detrás de una cortina. LIZZIE sale del cuarto de baño, va a la puerta de entrada y abre.

 
 

ESCENA PRIMERA

 

LIZZIE, el SENADOR; el NEGRO, escondido.

 

LIZZIE. — Pase. (El senador entra.) ¿Qué hay?

SENADOR. — Thomas está ya en brazos de su madre. Vengo a comunicarte su agradecimiento.

LIZZIE. — ¿Está muy contenta?

SENADOR. — Mucho.

LIZZIE. — ¿Ha llorado?

SENADOR. — ¿Llorado? ¿Por qué? Es una mujer fuerte.

LIZZIE. — Usted me había dicho que lloraría.

SENADOR. — ¡Bueno! Es una manera de hablar.

LIZZIE. — Ella no se lo esperaba, ¿a que no? Se figuraría, seguro, que soy una mala mujer y que iba a declarar a favor del negro.

SENADOR. — Se había confiado en las manos de Dios.

LIZZIE. — ¿Qué piensa de mí?

SENADOR. — Te da las gracias.

LIZZIE. — ¿No le ha preguntado como soy?

SENADOR. — No.

LIZZIE. — ¿Opina que soy una buena chica?

SENADOR. — Piensa que has cumplido con tu deber.

LIZZIE. — ¡Ah!, ¿sí?

SENADOR. — Y espera que vas a continuar cumpliéndolo.

LIZZIE. — Sí, claro...

SENADOR. — Mírame, Lizzie. (La coge par los hombros.) ¿Vas a continuar cumpliéndolo? ¿No irás defraudarla ahora?

LIZZIE. — ¡No se preocupe! Cualquiera se vuelve atrás después de haber firmado: me meten en la cárcel. (Una pausa.) ¿Qué son esos gritos?

SENADOR. — Nada.

LIZZIE. — No puedo aguantarlos. (Va a cerrar la ventana.) Senador...

SENADOR. — ¿Hija mía?

LIZZIE. — ¿Está usted seguro de que no nos hemos equivocado, de que yo he hecho lo que debía hacer?

SENADOR. — Absolutamente seguro.

LIZZIE. — No sé; estaba que no daba pie con bola; me ha hecho usted un lío; piensa demasiado rápido para mí. ¿Qué hora es?

SENADOR. — Las once.

LIZZIE. — Todavía quedan ocho horas para que amanezca. No creo que pueda pegar ojo. (Una pausa.) Por las noches hace tanto calor como por el día. ¡Uf! (Una pausa.) ¿Y el negro?

SENADOR. — ¿Qué negro? ¡Ah, perdona! Sí, lo están buscando.

LIZZIE. — ¿Y que le harán? (El SENADOR se encoge de hombros; los gritos aumentan. LIZZIE va a la ventana.) Pero, ¿qué son esos gritos? Están pasando hombres con linternas y perros. ¿Qué es? ¿Un desfile de antorchas? O... ¡Dígame lo que es, senador! ¡Dígame lo que pasa!

SENADOR. — Mi hermana me ha encargado que te entregue esto.

LIZZIE. — (Vivamente.) ¿Me ha escrito? (Rompe el sobre, saca un billete de cien dólares, busca dentro la carta, no la encuentra, arruga el sobre y lo tira al suelo; su voz cambia.) Cien dólares. Estará usted contento, ¿no? Su hijo me había prometido quinientos; ha sido un buen ahorro.

SENADOR. — Hija mía...

LIZZIE. — Puede darle las gracias a su señora hermana. Le dice que me hubiera gustado más un jarroncito o unas medias de «nylon», algo que ella se hubiera torna­do la molestia de elegir. Pero es la intención lo que cuenta, ¿no es verdad? (Una pausa.) Me la han jugado bien. (Se miran. El SENADOR se acerca.)

SENADOR. — Te agradezco mucho lo que has hecho, hija mía. Tenemos que charlar un poco a solas. Estás atravesando una crisis moral y necesitas apoyo.

LIZZIE. — Lo que necesito es pasta, sobre todo; pero, en fin, creo que ya nos arreglaremos usted y yo. (Una pausa.) Hasta ahora siempre he preferido los viejos por que me parecían, no sé, más respetables; pero me empiezo a preguntar ahora si no serán todavía más guarros que los otros.

SENADOR. — (Divertido.) ¡Guarros! Me gustaría que mis colegas te oyeran. ¡Que natural tan delicioso! Hay algo en ti, no sé, algo que tu vida desordenada no ha podido destruir. (La acaricia.) Sí. Sí. Hay algo... (Ella se deja hacer, pasiva y despectiva.) Yo volveré. No me acompañes. (Sale. LIZZIE no se mueve. Pero coge el billete, lo arruga, lo tira al suelo, se deja caer en una silla y estalla en sollozos. Fuera, los alaridos se aproximan. Disparos a lo lejos. El negro sale de su escondite. Se planta ante ella. Ella levanta la cabeza y da un grito.)

 
 

ESCENA II

 

LIZZIE, el NEGRO.

 

LIZZIE. — ¡Ah! (Una pausa. Se levanta.) Estaba segura de que vendrías. Segura... ¿Por dónde has entrado?

NEGRO. — Por la ventana.

LIZZIE. — ¿Y que quieres?

NEGRO. — Escóndame.

LIZZIE. — Ya te he dicho que no.

NEGRO. — ¿No los oye, señora?

LIZZIE. — Sí.

NEGRO. — Es que ha empezado la caza.

LIZZIE. — ¿Qué caza?

NEGRO. — La caza del negro.

LIZZIE. — ¡Ya! (Una larga pausa.) ¿Estas seguro de que no te han visto entrar?

NEGRO. — Seguro.

LIZZIE. — ¿Qué te harán si te cogen?

NEGRO. — Con gasolina.

LIZZIE. — ¿Qué?

NEGRO. — Con gasolina. (Hace un gesto explicativo.) Me prenderán fuego.

LIZZIE. — Ya veo. (Va a la ventana y echa las cortinas.) Siéntate. (El negro se deja caer en una silla.) Tenías que venir precisamente a mi casa. Pero ¿es que no vais a dejarme tranquila nunca? (Va hacia él, casi amenazadora.) ¡Me horrorizan los líos! ¿Comprendes? (Golpeando con el pie.) ¿Comprendes? ¡Me horrorizan! ¡Me ho­rrorizan!

NEGRO. — Es que creen que yo le hice daño a usted, señora.

LIZZIE. — ¿Y qué?

NEGRO. — Que no creo que vengan a buscarme aquí.

LIZZIE. — ¿Sabes por que quieren cazarte?

NEGRO. — Porque creen que yo le hice daño a usted.

LIZZIE. — ¿Y sabes quién se lo ha dicho?

NEGRO. — No.

LIZZIE. — Yo misma. (Un largo silencio. El negro la mira.) ¿Qué piensas tú de eso?

NEGRO. — ¿Y por qué ha hecho eso, señora? ¿Por qué lo ha hecho?

LIZZIE. — Es lo que me pregunto.

NEGRO. — No tendrán ninguna piedad conmigo. Me darán latigazos hasta que chorree sangre y vaciarán en mí las latas de gasolina. ¡Oh! ¿Por qué ha hecho una cosa así? Yo no le hice ningún mal.

LIZZIE. — ¡Claro que me lo has hecho! ¡Y no te figuras hasta que punto! (Una pausa.) ¿No te dan ganas de estrangularme?

NEGRO. — Muchas veces fuerzan a la gente a decir lo contrario de lo que piensa.

LIZZIE. — Sí. Muchas veces. Y cuando no pueden forzarlas, las lían a base de discursos. (Una pausa.) Entonces, ¿qué? ¿No? ¿No me estrangulas? Que buen carácter tienes. (Una pausa.) Te voy a esconder hasta mañana por la noche. (El hace un movimiento.) Pero no me toques; no me gustan los negros. (Gritos y disparos fuera.) Se están acercando: (Va a la ventana, aparta las cortinas y mira la calle.) ¡Estamos listos!

NEGRO. — ¿Qué hacen ahora?

LIZZIE. — Han puesto centinelas en los dos extremos de la calle y están registrando todas las casas. Y tú tenías que venir aquí. Es seguro que alguien te ha visto entrar en la calle. (Mira de nuevo.) Ahí están. Es por nosotros. Suben.

NEGRO. — ¿Cuántos son?

LIZZIE. — Cinco o seis. Los demás esperan abajo. (Vuelve hacia él.) Pero no tiembles. ¡No tiembles, por el amor de Dios! (Una pausa. A la pulsera.) ¡Bicho asqueroso! (La tira al suelo y la patea.) ¡Maldita serpiente! (Al NEGRO.) Tenías que venir precisamente aquí. (El se levanta y hace un movimiento para marcharse.) Quédate. Si sales, estás aviado.

NEGRO. — Por los tejados.

LIZZIE. — ¿Con esta luna? Puedes hacerlo, si tienes ga­nas de que te aticen. (Una pausa.) Vamos a esperar. Les quedan dos pisos por registrar antes que el nuestro Y te estoy diciendo que no tiembles. (Largo silencio. Ella pasea, nerviosa. El NEGRO está como aplastado en su silla.) ¿No tienes armas?

NEGRO. — ¡OH! No.

LIZZIE — Espera. (Registra en un cajón y saca un re­vólver.)

NEGRO. — ¿Qué va a hacer con eso, señora?

LIZZIE. — Voy a abrirles la puerta y a decirles que entren. Ya son veinticinco años que me lían con el rollo ese de las madres viejecitas con su pelito blanco y los héroes de la guerra y la nación americana. Pero ya lo he comprendido todo y no me van a liar hasta el final.

Ahora les abro y les digo: «Sí, está aquí, ¿qué pasa? Está aquí, pero no ha hecho nada, me han sonsacado un falso testimonio. Juro por Dios que está en los cielos que él no ha hecho nada.»

NEGRO. — Seguro que no la creen.

LIZZIE. — Puede que no. Puede que no me crean; entonces tú les apuntas con el revólver y, si no se marchan, les pegas cuatro tiros.

NEGRO. — Pero vendrán otros.

LIZZIE. — Les disparas también. Y si ves entre ellos al hijo del senador, procura que no se te escape, porque ha sido él precisamente el que lo ha mangoneado todo. Estamos acorralados, ¿no es verdad? Y de todas maneras es nuestra última historia, porque, a ver, si te encuentran conmigo, no doy ni una perra por mi piel. Así que tanto mejor si la diña uno en numerosa compañía. (Le tiende el revólver.) ¡Toma esto! Te digo que lo cojas.

NEGRO. — Yo no puedo, señora.

LIZZIE. — ¿Qué?

NEGRO. — No puedo disparar contra unos blancos.

LIZZIE. — ¡Claro! No sea que se enfaden, ¿no?

NEGRO. — Son..., son blancos, señora.

LIZZIE. — ¿Y qué? ¿Porque sean blancos tienen derecho a degollarte como un cerdo?

NEGRO. — Ellos son blancos.

LIZZIE. — ¡Qué asco, madre mía! Mira, tú te me pareces un rato; eres tan imbécil como yo. En fin, si todo el mundo está de acuerdo, a mí...

NEGRO. — ¿No..., no podría disparar usted, señora?

LIZZIE. — Ya te he dicho que yo también soy una imbécil. (Se oyen pasos en la escalera.) Ahí están. (Risa breve.) A mal tiempo, buena cara. (Una pausa.) Métete en el cuarto de baño. Y no te muevas. Contén la respiraci6n. (El NEGRO obedece. LIZZIEespera. Timbrazo. Ella se santigua, recoge la pulsera y va a abrir. HOMBRES con fusiles.)

 
 

ESCENA III

 

LIZZIE, tres HOMBRES.

 

HOMBRE 1.°. — Buscamos al negro.

LIZZIE. — ¿A qué negro?

HOMBRE 1.° — Al que ha violado a una mujer en el tren; ese que ha herido al sobrino del senador a navajazos.

LIZZIE. — Pero, ¡hombre!, en mi casa es el último sitio donde tienen que buscarlo. (Una pausa.) ¿No me reconocen?

HOMBRE 2.° — Sí, sí, sí. Yo la vi bajar del tren anteayer.

LIZZIE. — Exacto. Porque es a mi a quien ha violado, ¿comprenden? (Rumores. La miran con ojos llenos de estupor, codicia y una especie de horror. Retroceden ligeramente.) Si se presenta por aquí, se encontrará con esto. (Ellos ríen.)

UN HOMBRE. — ¿No tiene gana de verlo ya colgado?

LIZZIE. — Vengan a buscarme cuando lo hayan encontrado, ¿eh?

UN HOMBRE. — No tardará mucho, guapita. Sabemos que está escondido en esta calle.

LIZZIE. — Pues buena suerte. (Ellos salen. Ella cierra la puerta v va a dejar el revólver en la mesa.)

 
 

ESCENA IV

 

LIZZIE; luego el NEGRO.

 

LIZZIE. — Ya puedes salir. (El negro sale, se arrodilla v besa el bajo de su vestido.) Ya te he dicho que no me toques. (Lo mira.) De todos modos, menudo tío debes de ser tú para tener toda una ciudad así, detrás de tus talones.

NEGRO. — Yo no he hecho nada, señora. Usted lo sabe.

LIZZIE. — Dicen que un negro siempre ha hecho alguna cosa.

NEGRO. — Nunca jamás. Yo, nunca. Nunca.

LIZZIE. — (Se pasa la mano por la frente.) Estoy hecha un lío, pero del todo. (Una pausa.) De todos modos, una ciudad entera no creo que pueda equivocarse completa­mente; algo habrá que... (Una pausa.) ¡A la mierda! Ya no comprendo nada.

NEGRO. — Es así, señora. Con los blancos siempre es así.
LIZZIE. — ¿Tú también te sientes culpable?
NEGRO. — Sí, señora.
LIZZIE. — Pero no has hecho nada.
NEGRO. — No, señora.

LIZZIE. — Pero ¿qué tienen, a ver, para que uno esté siempre de su parte?

NEGRO. — Tienen que son blancos.

LIZZIE. — Yo también lo soy. (Una pausa. Ruido afue­ra.) Ya bajan. (Se acerca instintivamente a él. El está temblando, pero le pasa la mano por los hombros. Los pasos se alejan. Silencio. Ella se separa bruscamente.) ¿Eh? ¿Qué decías? Estamos solos, ¿eh? Parecemos dos huérfanos. (Llaman. Escuchan en silencio. Vuelven a llamar.) Vete al cuarto de baño, ¡hale! (Golpes en la puerta de entrada. El NEGRO se esconde. LIZZIE va a abrir.)

 
 

ESCENA V

 

FRED, LIZZIE.

 

LIZZIE. — ¿Tú estás loco o qué? ¿A qué viene llamar a mi puerta? No, aquí no entras tú; ya tengo bastante. ¡Vete, asqueroso! ¡Vete, vete! (El la empuja, cierra la puerta y la coge por los hombros. Largo silencio.) ¿Qué pasa, a ver?

FRED. — ¡Eres el Demonio!

LIZZIE. — ¿No querrías hundir la puerta para luego de­cirme eso? ¡Qué cabeza! ¿De dónde sales? (Una pausa.) Contesta.

LIZZIE. — Si das un paso, te liquido.

FRED. — ¡Pues tira! ¡Venga, tira! Ya lo ves, no puedes. Una chica como tú «no puede» disparar contra un hom­bre como yo. ¿Quién eres tú, a ver? ¿Qué haces en el mundo? ¿Sabes ni siquiera quién fue tu abuelo? Yo tengo derecho a vivir; hay muchas cosas que hacer y me están esperando. Dame ese revólver. (Ella se lo da; él lo guarda en su bolsillo.) De lo que decías del negro, corría como un loco; se me ha escapado vivo. (Una pau­sa. Le rodea los hombros con el brazo.) Te instalaré en la colina, al otro lado del río, en una casa bonita con un parque. Te pasearás por el parque todo lo que quie­ras, pero te estará prohibido salir de allí; soy muy celo­so. Iré a verte tres veces a la semana, ya anochecido: el martes, el jueves y el sábado hasta el lunes. Tendrás criados negros y más dinero del que hayas podido soñar nunca, pero me tolerarás todos mis caprichos. ¡Y ten­dré muchos! (Ella se abandona un poco más en sus brazos.) ¿Es verdad lo que me dijiste de que yo..., que fuiste feliz conmigo? Contéstame. ¿Es verdad?

LIZZIE. — (Con lasitud.) Sí, es verdad.

FRED. — (Golpeándole la mejilla.) Entonces todo ha vuelto al orden. (Una pausa.) Me llamo Fred. (Telón.)

 
 
 
FIN DE

«LA P... RESPETUOSA»

 
  Atenea Buenos Aires  
 
BIBLIOTECA ATENEA BUENOS AIRES    FILOSOFÍA//HUMANIDADES